Este cuento forma parte de mi libro de "relatos verídicos de ciencia ficción" titulado "El Universo amarrado a la pata de la cama", publicado por Villegas Editores (Bogotá, 2004). Lo subo hoy a este blog a raíz del bello artículo "Cartas recomendadas" de Juan Esteban Constaín (en Twitter @Aulogelio)
Papá, mamá:
Dos malas noticias: la
primera, me asignaron a comandar una
nave totalmente anticuada. Con decirles –por favor no se burlen- que utiliza
como combustible plasma estelar. Aunque es una belleza, a decir verdad. Un
maravilloso clásico de la navegación espacial. Me sorprende que todavía esté en
condiciones de volar.
La segunda: como a los
habitantes de la Vía Láctea hoy nos están exigiendo visa para viajar a
cualquier otra galaxia, incluyendo a nuestra vecina, la Nebulosa de Andrómeda,
dados los antecedentes de la mayor parte de los miembros de la tripulación que
voy a comandar, tenemos la certeza de que nos la van a negar.
Por eso hemos recibido
instrucciones de viajar de manera clandestina y de ingresar al grupo galáctico
de Virgo por el agujero negro que quedó oficialmente clausurado, para todos los
efectos, luego de que la última banda de contrabandistas de antigravitones
supuestamente quedó desmantelada. Desde entonces casi nadie se atreve a
aventurarse por ahí, y dicen que los pocos que lo han hecho han quedado
extraviados entre la dimensión 418 y la 716. Las autoridades intergalácticas
ordenaron cerrar el agujero sobre sí mismo, como las antiguas botellas de Klein,
de manera que, al menos teóricamente, quienes penetren a él se quedarán
atrapados ad
aeternitas en un laberinto de dimensiones
autocontenidas.
Ahora las buenas noticias, que
ustedes ya habrán sospechado: teóricamente los que ingresan allí deberían
quedar atrapados, pero en la práctica no. Esa especie ha sido difundida por las
autoridades como parte de su estrategia para evitar que el agujero negro vuelva
a ser utilizado como corredor de comunicación. Pero nosotros no vamos a ser los
primeros en desafiar esa prohibición.
Sabemos que si bien es cierto
que el agujero ha sido sellado hacia su propio interior, nuevas bandas de
contrabandistas y de piratas de quarks han descubierto y aprovechado lo que en
física se llama el “efecto colador”: una red de túneles que conectan entre sí
las porosidades subatómicas del agujero negro, con lo cual es posible saltar
hasta la dimensión 967, y a veces hasta
aún más allá.
Allí, como ustedes saben, no
existen ni gobierno ni ley. Una vez lleguemos -ya los contactos están asegurados-
nos introducirán al grupo de Virgo como si fuéramos parte de un equipo de
Inspectores Especiales de la Autoridad Imperial. No fue difícil conseguir los
uniformes y los dispositivos de reconocimiento molecular, porque la autoridad
está totalmente infiltrada. (Es más: sospechamos que los mismos que inventaron
esos sistemas de control, idearon al tiempo la manera de violarlos, lo cual
hizo del control un negocio triplemente rentable, que les produce a los
controladores jugosas ganancias cuando funciona, pero muchas más cuando deja de
funcionar).
Si tenemos éxito, si no nos asaltan primero los contrabandistas de antigravitones, a los que les tenemos casi tanto miedo como a la Guardia Imperial, lograremos introducir a esa región del espacio un cargamento importante de imaginación que, estamos seguros, se difundirá por todas las galaxias del grupo de manera automática. Quién lo creyera: los más ávidos de imaginación son los robots.
Los gobiernos de las otras
galaxias saben que la Vía Láctea es un criadero de imaginación y por eso mismo,
entre otras medidas, a través del
requisito de la visa, intentan restringirnos el derecho a viajar y a comerciar.
Saben que tarde o temprano la imaginación puede tumbar al Imperio, cuyo
verdadero poder, paradójicamente, existe sólo en nuestra imaginación. El
Imperio se nutre del mismo enemigo al que pretende eliminar.
Como nosotros, los habitantes de
la Vía Láctea, hemos descifrado su juego y conocemos su vulnerabilidad, nos
consideran peligrosos e indeseables.
Se preguntarán ustedes por qué
para una misión tan arriesgada han asignado una nave obsoleta. La respuesta es:
una nave así no despierta sospechas. ¡Quién podría pensar que una nave tan
destartalada, con una tripulación cuyo estado le hace honor al desvencije de la
máquina (incluyendo, tengo que confesarlo, a quien la va a capitanear),
transporta un cargamento letal de imaginación!
Por favor, mandenme buena
energía; deseenme toda la suerte que voy
a necesitar.
Me comunicaré nuevamente con
ustedes cuando regrese del viaje.
¿Recuerdan esa época, cuando
todavía el hecho de que estuvieran muertos era un obstáculo que hacía imposible
la comunicación entre nosotros?
¿Quién podría volver a afirmar
ahora que todo tiempo pasado fue mejor?
Los quiere y extraña,
(Sigue una rúbrica, ilegible y enredada)
Posdata: Si no lográramos
atravesar el agujero, lo peor que podría sucedernos sería quedar atrapados en
algún pliegue espacio-temporal, pero hemos dejado una buena reserva de
imaginación para poder escapar en caso de necesidad.
………………………………………………………
Mi mujer y yo encontramos esta carta en el fondo falso de
un armario viejo que compramos hace años, cuando desmantelaron una casa-museo
que hasta hace unas pocas décadas existió en Popayán. En ese momento logramos
tener acceso también al caparazón de lata de un filtro para agua que
incrustamos en la pared de nuestra casa en Popayán, y a un frasco grande de
vidrio azul, cuya utilidad original no hemos podido determinar.
Se nos escapo una colección de puros o calabazos de cuellos retorcidos de manera aparentemente
caprichosa que colgaban de las paredes de la cocina de la casa-museo (cocina en
donde se encontraba el armario), y con los cuales, siempre lo sospechamos, se
hubiera podido armar un alambique enteramente vegetal. Quién sabe a qué manos
afortunadas habrán ido a parar.
Cuando lo compramos, el armario estaba casi totalmente
perforado por túneles de comején, y cuando desensamblamos sus partes para
hacerlo reparar e inmunizar, entre dos tablas encontramos un fajo de escrituras
públicas escritas a mano y amarradas entre sí con una tira de cáñamo, fechadas
todas entre 1869 y 1873. Algunas de ellas tampoco habían escapado a la
voracidad de los insectos, y otras les sirven de casa –todavía- a los
pescaditos de plata.
La carta es uno de los dos únicos documentos que no están
escritos en papel sellado sino en hojas comunes, a las cuales el tiempo y la
humedad les han otorgado un color y una textura similares al del papel sellado
de las escrituras públicas.
Carezco de la experticia necesaria para determinar si el
calígrafo de las escrituras es el mismo autor de la carta, pero sin duda alguna
los trazos corresponden a la grafía de la época, y lo mismo sucede con la
rúbrica al final, y con el otro documento escrito en papel común que
encontramos entre las escrituras públicas, cuyo título comienza “Sermón que he
de pronunciar”. Al igual que los demás documentos, está escrito con tinta
sepia, o que a lo mejor fue negra y el tiempo volvió de ese color.
No hemos podido saber con exactitud quiénes son ni el
remitente ni los destinatarios de la carta; ni siquiera si es una carta
verdadera o no; y en el primer caso, si es el original enviado y recibido por
los destinatarios, o si es una copia que el o la remitente dejó para su archivo
personal. El único indicio de que la carta pudiera ser la original, es que la
encontramos con huellas de dobleces, como si hubiera viajado en un sobre que
desapareció.
En cuanto a las escrituras hace referencia, no todas versan
sobre los mismos predios ni en todas intervienen los mismos firmantes, aunque
todas sí han sido otorgadas ante notarías de Popayán, y se refieren a terrenos
situados en distintas regiones del Cauca: la mayoría en la cordillera oriental
y un par de ellas en la Costa Pacífica. (El “Sermón que he de pronunciar”, en
cambio, parece haber sido escrito por el párroco de un pueblo de Cundinamarca).
Cuando volvimos a la que fuera sede del museo, en donde hoy
funciona la Oficina de Registro de Instrumentos Públicos de Popayán, con el fin
de averiguar más datos sobre el origen del armario, ya no encontramos quién se
acordara de ese mueble ni quién nos diera razón sobre alguna persona que,
eventualmente, nos pudiera ayudar. Es más: algún funcionario recién trasladado
de otra parte, nos dijo categóricamente que allí solamente se entendían con
bienes inmuebles y a nosotros, francamente, nos dio jartera ponernos a
explicarle. Dejamos así.
Dicho sea de paso, esa es una de las casas más bellas y
plácidas que quedan todavía en Popayán.
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