DREAM PEACE
Gustavo Wilches-Chaux
Con el recibo del agua llegó un cartón impreso y plastificado, en cuyo interior estaba adherida una cápsula verde, de esas de material digerible en que suelen venir los antibióticos.
El cartón promocionaba la nueva maravilla que traía la cápsula: Dream Peace (un nombre que, de manera muy libre, se podría traducir como “la paz soñada”).

El cartón tenía de fondo un paisaje de las cumbres andinas, y en primer plano la silueta de un supuesto sacerdote indígena, ofreciéndole al Dios Sol un tributo de yerbas y de agua.
Le mostré a un amigo el cartón con la cápsula y me dijo: “¡Noooo, qué cuentos de Dream Peace! ¡Eso es pura perica, hermano! ¡Pura cocaína! Preste le muestro. A mi casa también llegó esa vaina”.
Mi amigo, que tiene por qué saberlo, separó el plástico del cartón, retiró la cápsula, la destapó y liberó sobre la mesa un polvo blanco que sí, al menos en su aspecto exterior, parecía cocaína: “Mire hermano: lo que antes se llamaba una dosis personal ¡Un pericazo!”.
“Lo berraco”, me dijo, “es que hasta hace diez años había una guerra para impedir que esto se produjera y se vendiera libremente, y ahora la regalan con las cuentas del agua”.
Muchas voces habían insistido antes -sin éxito- en la legalización de las drogas, pero se necesitó que varias compañías multinacionales (algunas, fabricantes de medicinas y sustancias químicas; otras, empresas tabacaleras; otras, de la industria de la recreación y del ocio), presionaran ante los gobiernos y ante las Naciones Unidas para que se abolieran las normas que las hacían ilegales.
Después de la presión para la legalización, las mismas empresas (y los gobiernos de los países en donde sus casas matrices tienen las sedes principales) comenzaron a presionar a los países productores para que les otorgaran el monopolio del cultivo, del procesamiento y de la comercialización de esas sustancias y sus derivados.
Algunas obtuvieron a su favor registros de propiedad intelectual sobre muchos de esos derivados, incluso sobre algunos cuyo uso clandestino ya estaba extendido antes de que los declararan legales. Cuando uno de por aquí, que había pagado varios años de cárcel, alegó que si alguien tenía derecho a esas patentes era él, pues había estado preso precisamente por procesar y exportar esos productos, lo rebatieron con el argumento jurídico de que nadie puede alegar a su favor su propio dolo.

Y sucedió exactamente lo que desde hacía mucho tiempo venían pronosticando los estudiosos del tema: cuando las drogas se legalizaran, automáticamente bajaría el precio, las utilidades del negocio se reducirían a sus justas proporciones y se eliminaría ese motor de la violencia, el sufrimiento y la criminalidad que era el narcotráfico. Esa palabra se convirtió en un fósil del lenguaje y el país, por fin, comenzó a disfrutar la paz soñada.
Esa muestra promocional estaba llegando con la factura del agua, porque la misma empresa que consiguió en esta parte del país el monopolio para el cultivo, el procesamiento y la comercialización de la coca y la amapola, adquirió por cien años los derechos exclusivos de explotación de los mantos acuíferos y de los nacimientos y los cuerpos de agua. Y junto con ellos, el control de todos los acueductos y las redes de alcantarillado. Al país le corresponde garantizar que esas fuentes de agua no se acaben y, en caso contrario, indemnizar a las concesionarias.
Durante las dos horas largas que estuve allí parado, alcancé a ver varios de esos comerciales, un “reality involuntario” de cuatro parejas que llevan una semana atrapadas en el ascensor de un edificio, convencidas de que de verdad los bomberos están intentando rescatarlas, y un programa-noticiero sobre los únicos pocos factores de perturbación del orden público que todavía persisten en este país, que hasta hace pocos años parecía condenado a padecer la guerra eterna.
El presentador mostraba y comentaba esos factores de conflicto: campesinos aislados que insisten en perforar pozos de agua, en construir acueductos clandestinos, en tomar el agua directamente de sus nacimientos y en violar los derechos de las empresas multinacionales (y claro: los de sus usuarios), lo cual se traduce en distorsiones intolerables que afectaban la pureza del agua, el buen nombre del país y la transparencia del mercado.
Y terminaba afirmando el presentador que, afortunadamente, en nuestro sistema todo es fuente de progreso, y el inconveniente descrito hizo que llegaran al país empresas extranjeras de seguridad privada, que ahora se encargan de combatir a esos nuevos delincuentes, generan empleo, incorporan brazos que quedaron ociosos cuando se reinsertaron a la vida civil los guerrilleros y los paramilitares, y fortalecen la capacidad de nuestro gobierno para ofrecerles tranquilidad a los ciudadanos pacíficos, y para proteger su derecho a comprar agua enriquecida en -y por- el libre mercado. Como en los países civilizados.

Yo, que me he vuelto un cascarrabias, me olvido de las advertencias de mi mujer y de mis hijos, me salgo del cuero y me riego en un alegato inútil contra todo lo divino y lo humano. La señorita ni se frunce, me recibe la plata y me devuelve la factura con el sello de pago.
Cuando me alejo de la ventanilla, me doy cuenta de que mi imagen está en todas las pantallas de televisión y de que todo el mundo ha visto y oído mi alegato airado. Mientras avanzo hacia la calle, la gente se aparta de mí aterrorizada, como si acabara de asaltar a la cajera y estuviera retrocediendo con un arma humeante.
Cuando llego a la puerta me interceptan dos celadores de una de esas empresas de seguridad privada que defienden los intereses de las empresas de agua (y los de sus usuarios, claro).
- Sus papeles, caballero-, me dice uno de los hombres con tono amenazante.
- Ese hombre es peligroso-, le grita al celador una señora. –Un enemigo de la paz. ¡Tenga cuidado!
En la pared de la celda hay una televisión que pasa comerciales de Dream Peace -la paz soñada-, y en los intermedios, imágenes del “reality involuntario” de las parejas atrapadas desde hace una semana en un ascensor, convencidas de que los bomberos intentan rescatarlas.
La misma empresa multinacional es la dueña de la cárcel.
Un guardia me da la buena noticia de que los honorarios del juez y el valor del alojamiento y de la alimentación durante los ocho días que pase recluido en esa celda, me pueden ser diferidos en cómodas cuotas, en el recibo del agua.
“Es que nosotros somos client oriented”, me dice con una sonrisa blanca y amable, que contrasta con la tosquedad del que me dio el garrotazo en el punto de pago.
Increíble que pertenezcan a la misma empresa.
Bogotá, Julio 5 del 2024
Este relato forma parte del libro “El Universo amarrado a la pata de la cama” publicado por Villegas Editores (Bogotá, 2004)