sábado, mayo 16, 2015

¡MINUTOS! ¡MINUTOS!

Este relato forma parte del libro "El Universo Amarrado a la Pata de la Cama", publicado por Villegas Editores (Bogotá, 2004)


Esa calle, que otrora fuera uno de los jugaderos de una de mis múltiples infancias, hoy, día y noche, vive atiborrada.

De carros y de gente. De miseria. De billete.

Te piden de todo y te ofrecen de todo: lapiceros Mont Blanc y relojes Rolex (por supuesto imitaciones). Lustrada de zapatos, aunque vayas con tenis. Me imagino que si pasas descalzo, te ofrecerán un pedicure o un masaje. Que de hecho lo ofrecen: “¡Chicas! ¡Chicas!”. Sujetos con esmoquin que reparten tarjetas. De vez en cuando aparece alguien a venderte un DVD player o un juego de herramientas.

Sobre el andén, en mantas de colores, los artesanos exhiben manillas trenzadas, collares y argollas. Alguno dibuja con candela rodeado de público.

El comercio formal se divide entre bares, almacenes de ropa deportiva, sex shops, establecimientos de comida rápida, restaurantes de moda (con decenas de escoltas a la espera) y uno que otro local con libros y artefactos de la Nueva Era.

De un tiempo para acá, entre los vendedores ambulantes, han aparecido tipos y muchachas que te ofrecen “minutos”.

Yo, por principio, me negaba a comprarles. Me parecía que era rendirme ante la violación de mis derechos más fundamentales.

Cada vez hay más vendedores y vendedoras de minutos, y cada vez hay más gente que les compra. Gente que hace cola para someterse a ese negocio, redondo e infame, del cual, por supuesto, los vendedores callejeros son apenas un instrumento. Y otras víctimas.

Como les decía, yo me había negado sistemáticamente a unirme a esa cadena miserable. Pero hoy, parado en esta esquina, rodeado de carros y de gente, bajo un sol canicular que me incinera la cabeza, siento una opresión creciente en las costillas y una urgencia irresistible de comprarles.

De pronto me veo a mí mismo, en contra de mis principios, parado en una de esas colas.

-       Dame veinte minutos-, le digo a la muchacha de bluyín descaderado, que me pasa un pequeño envase plástico, con un paisaje suizo en la etiqueta.

-       ¿Con válvula o sin válvula? – me pregunta.

-        Con válvula-, le digo como con vergüenza. – Es la primera vez que compro.

-        Las instrucciones están en el envase-, me dice de manera mecánica mientras recibe la plata.

Levanto una lengüeta, como indican las instrucciones, y pego la nariz al envase.

Espero que esos veinte minutos de aire me alcancen para llegar hasta mi casa.

Paro un taxi.