domingo, mayo 22, 2011

RESULTADOS

Para cuando le entregaron el diagnóstico, desde hacía varios meses venía sintiendo al cangrejo caminándole por dentro.


O sea que, más que una noticia inesperada, el examen era la confirmación de una sospecha. De una certeza.

Lo que le llamaba la atención era que no se hubiera manifestado antes. Porque siempre había sido consciente de que su aparición era inevitable. Una mera cuestión de tiempo. De que tarde o temprano (y más temprano que tarde) el mal que se había llevado a sus abuelos, a sus padres, a sus tíos, e incluso a varios de sus parientes políticos, también iba a llegar a donde él para llevárselo.

Por eso cuando en su familia alguien caía enfermo, nadie preguntaba “¿Qué tiene?”, sino de una vez: “¿En dónde?”.

Sin embargo, a pesar de haber vivido durante por lo menos una década permanentemente “preparado”, como dicen los creyentes, la palabra POSITIVO escrita en letras mayúsculas en el papel que sostenía entre las manos, logró conmocionarlo de una manera tan fuerte que lo tomó por sorpresa. (A pesar de lo cual le quedaron algunas neuronas libres para admirar el optimismo de los patólogos, capaces de encontrarle el lado positivo a un tumor maligno con metástasis).

Él, que tanto se vanagloriaba de poderle sostener a la muerte la mirada, que no había tenido ni un instante sin conciencia de la fugacidad de la vida -de la brevedad de su propia existencia- se sentía de pronto recorrido por una especie de ansiedad, por una sensación que no podía describirse exactamente como de miedo, sino más bien de jartera.

Sí: definitivamente no era miedo, por lo menos en el sentido convencional de la palabra. Era una especie de decepción, de aburrimiento ante lo que podrían conllevar esos resultados que en ese momento se confirmaban como inexorables.

Y aunque de manera muy teórica sabía que en su software genético se hallaba codificada la instrucción que en algún momento desbarajustaría los procesos de reproducción de sus células, también se sentía derrotado. Y por esa misma razón, aunque nunca se lo confesaría a nadie, avergonzado.

Quizás por primera vez entendía por qué en su familia cualquier enfermedad se cubría con una sombra de vergüenza, como si en el hecho de enfermarse hubiera algo reprobable, como si toda enfermedad fuera una especie de venérea que revelaba a la luz pública la comisión de un acto prohibido, de un terrible pecado. Nunca había entendido esa culpabilidad que parecían sentir los enfermos de su casa, esa renuncia a la autoestima de quienes caían a la cama.

Posiblemente (sólo posiblemente: ahora no estaba seguro de nada), en su familia ese sentimiento se debía a otro tipo de razones filosóficas... O a esas mismas razones, pero que nunca habían sido asumidas de manera conciente ni mucho menos explicitadas.

En su caso, resultaba claro que la vergüenza tenía que ver directamente con el sentimiento de derrota (y a que en su familia la derrota conllevaba a su vez un reconocimiento inaceptable de debilidad, prejuicio del cual él se había pensado libre hasta ese momento).
En el fondo siempre había confiado en su capacidad para mantener un diálogo permanente con su cuerpo; en la existencia de una llavería indisoluble con su sistema inmunológico; en su poder para hacer que se mantuvieran despiertas y en alerta todas las células encargadas del “control de calidad” en su organismo.

A pesar de su certeza racional en la fugacidad de la vida, él, en el subconsciente, se creía inmortal, eterno. Esa muerte que filosóficamente no sólo aceptaba sino que, por sobre todo, valoraba como una afortunada estrategia evolutiva para garantizar la supervivencia de la especie, era algo que tenía que ver con los demás, no con su ego.

El papel que tenía entre las manos constituía una prueba inexcusable de su descuido. De su incompetencia. De su falta de liderazgo sobre el sistema inmunológico.

Cuando racionalizó esos pensamientos y toda esa argumentación “seudo-sociológica” con que estaba adornando su reacción ante los resultados del examen, le dio risa. Y le resultó inevitable incurrir en el lugar común: “De algo hay que morirse”. Y después: “En este país de mierda la muerte natural constituye un privilegio”.

Pero la verdad es que el diagnóstico le pellizcaba dolorosamente las tripas: iba a morirse. Como que nunca había pensado realmente en lo que eso significaba.

Se sorprendió nuevamente de su sorpresa. ¿Por qué en ese momento le resultaba dolorosa esa certeza, si él, precisamente él, jamás había dudado de la vulnerabilidad de su existencia?

A lo mejor porque una cosa es la Certeza (o la certeza) de la muerte, y otra la certeza (o la Certeza) de la muerte. ¿Cuál de las dos certezas debe escribirse con mayúscula? ¿La que se refiere a la mortalidad general de toda forma de vida y en particular de los seres humanos? ¿O la certeza de que uno, el centro indiscutible de su propio universo, no solamente se va a morir “algún día”, sino dentro de un plazo más o menos conocido y que se sabe breve?

A su mente volvió la pregunta que tantas veces se había hecho sobre la diferencia entre el condenado a muerte que espera que se cumpla su sentencia un día determinado, y todos los que lo rodean, que también están, como todos los seres vivos, condenados a muerte, pero no poseen el privilegio que tiene el reo de conocer con exactitud el cómo y el cuándo.
Y trajo a la memoria la frase que alguna vez le dijo un campesino: “No se preocupe tanto doctor, que de esta vida nadie sale vivo”.

Pero sí. Debía enfrentarse a la fatalidad del hecho: iba a morirse.

De repente todo a su alrededor comenzó a llenarse de signos, de sincronicidades. Que por supuesto siempre habían estado allí, pero ahora se reorganizaban a la luz de sus propios significados; del dictamen de la biopsia.

El paso ceremonial de un entierro a dos cuadras de distancia, por la misma ruta por donde todos los días desfilaban tres o cuatro entierros. Los avisos de los muertos del día en las esquinas. Los titulares de los periódicos en el kiosco de revistas: guerras, asesinatos, masacres interminables. Muertos. Muertos. Muertos.

Ahora él iba a ser el próximo. Cuando pensó en su falta de originalidad volvió a reírse. Para sus adentros.

Para él significaba el fin del mundo, pero el mundo seguiría sin él como si nada.

Sí: definitivamente lo que sentía no era miedo. Era decepción. Era jartera. De irse. Hubiera querido estar vivo, por ejemplo, cuando descubrieran sin lugar a dudas la existencia de alguna forma cierta de vida en algún lugar por fuera de la Tierra.

Una anhelada confirmación de su certeza de que la vida había hecho metástasis al menos en nuestro sistema planetario.

Desde hacía un par de semanas astronautas humanos andaban sobre la superficie de Marte y el hallazgo de vida parecía inminente.

Pero con ese diagnóstico en la mano, de pronto se sentía fuera de la Historia. Injustamente excluido de la posibilidad de ser testigo del mayor descubrimiento de la raza humana. Por eso le molestaba tanto el resultado del exámen.

Volvió a reírse cuando fue conciente de lo estrafalario del argumento para justificar su inconformidad y su jartera, puesto que nadie podría pedirle cuantas sobre su reacción a un hombre desahuciado. Estaba pronto a desaparecer de este planeta y supuestamente lo que le molestaba era irse sin saber si existía vida en algún otro lugar del Universo.

Pensó en su mujer y en sus hijos, por supuesto. En el impacto que iría a producir la noticia sobre ellos. El camino de esas reflexiones ya lo había recorrido varias veces en frío. Conocía ese casette perfectamente. Sin duda alguna iba a hacerles falta, pero su muerte no acarrearía ninguna de esas angustias, especialmente las económicas, que –qué pena admitirlo- en la práctica le otorgan a una muerte la connotación de tragedia prosaica.

Cada uno de sus hijos e hijas tenía su propia vida, su familia, su situación económica resuelta. En términos materiales, a su mujer tampoco le iba a faltar nada.

Nuevamente incurrió en el lugar común inevitable: “Las penas con pan son menos”, se dijo.

Ahora, sobre la sensación de derrota, se impuso un ligero sentimiento de triunfo. Recordó la petición que alguna vez le oyó pronunciar a un tío abuelo: “Señor: consérvame vivo mientras viva”.

Hasta ese momento a él, esa petición le había sido concedida por la vida. Técnicamente estaba desahuciado, pero no se sentía un hombre enfermo ni mucho menos un inválido.

¿Cuáles serían las perspectivas de deterioro en el futuro inmediato? ¿Cómo se iría manifestando la pérdida de calidad de vida? Tendría que preguntárselo al médico que le había ordenado el examen.

Recordó que no había nada más grave que un cáncer diagnosticado y pensó que posiblemente habría sido mejor no haberse hecho ese examen. Pero ya se lo había hecho y el resultado era implacable.

¿Cómo será la muerte? Ese interrogante que lo había acompañado de por vida, le pareció de pronto inédito. Como si nunca se lo hubiera preguntado antes en serio.

¿Tendrían razón los que afirman que existe la reencarnación o que hay otra vida más allá de la muerte?

Se alegró de no ser creyente. Francamente le aburría la idea de comenzar de nuevo.

Ya antes se había regodeado en una imagen trágicamente caricaturesca del Juicio Final: el Valle de Josafat repleto de gente, colas interminables, ninguna información, niños que lloran, nadie que resuelva nada. Un calor y un sopor y un olor insoportable a cuerpos apretujados. Una masa humana compacta compuesta por todos y cada uno de los seres humanos que alguna vez hayan pasado por la Tierra (infinito y desesperanzado trancón pluricultural y multiétnico). Demasiado incluso hasta para la capacidad logística de Dios y de su corte de ángeles, y sin que exista siquiera una posibilidad de escape de esa masa humana por la puerta falsa del suicidio. Porque en esa situación, el suicidio implicaría solamente volver a quedar al final de alguna de esas múltiples colas. Retroceder completamente lo mucho o poco que se hubiera avanzado (¿Hacia qué? ¿Hacia dónde?).

A lo mejor la sola posibilidad de un Juicio Final ya era el Infierno. Siempre había querido escribir un cuento sobre ese tema. Un equivalente al tríptico del Bosco pero en prosa y sin las alucinaciones surrealistas del Bosco. Más bien, con el realismo burocrático de este país, de esta humanidad, de este planeta superpoblado. Los expedientes sin resolver que había visto pocos días antes amontonados en el corredor de acceso a un juzgado, pero en este caso con todos los integrantes de la especie humana como reos y a la vez como míseros expedientes ambulantes. Sí: el Infierno sí existía. Lo que no había era Cielo.

Definitivamente se alegró de no ser creyente. De su mortalidad sin apelaciones.
Introdujo el papel en el sobre del laboratorio y tomó un taxi.

Le solicitó al chofer que le bajara el volumen al radio.

Recorrió la ruta hasta su casa como si fuera la primera y no la última vez que pasaba por esas calles o que veía esos edificios y casas.

Nadie, absolutamente nadie más que él estaba enterado del contenido del sobre. Ni siquiera el patólogo que había rendido el dictamen, pero que carecía de los elementos necesarios para colocarle nombre y cara humana a ese trozo de carne sometido a la biopsia. Ni la señorita que había transcrito los resultados al papel membreteado y que, seguramente, de manera mecánica, ese día les había otorgado visa para el Juicio Final a quien sabe cuantos más seres humanos.

- “¿Pasaste por el laboratorio a recibir los exámenes?”, le preguntó su mujer al llegar a la casa.
- “Todavía no estaban listos: hay que volver por la tarde”, mintió él mientras tramaba la manera de contarle.
- “¿Oíste el noticiero?”, preguntó ella nuevamente.
- “No. ¿Qué pasó?”
- “Parece que encontraron vida en Marte. Por la televisión deben estarlo pasando.”

Esta vez no hablaban de posibles fósiles de vida marciana, ni de resultados discutibles de pruebas realizadas por robots en la superficie de Marte, sino de colonias enteras de bacterias vivitas y coleando bajo los casquetes de hielo del planeta, halladas y analizadas in situ por los astronautas.

Una noticia –otra sincronicidad dadas sus reflexiones de minutos anteriores- que en otras circunstancias lo habría llenado de entusiasmo, pero que en ese momento le produjo desconcierto.

Para él en concreto ¿qué significaba? ¿qué cambiaba?

Nada.

Sin embargo, pensó, algo debía significar, aunque en ese momento él ignorara qué podía ser ese algo. Quizás el sentido de esa sincronicidad era muy obvio, pero se encontraba demasiado aturdido para descifrarlo.

En cualquier momento el significado se le aparecería, con absoluta claridad, sin buscarlo. Como se revelan y se alinean por sí solas las palabras que parecen más difíciles, después de que uno deja reposar por un rato un crucigrama.

Él simplemente contribuiría a remover los posibles obstáculos que pudieran interponérsele a la clarificación de esa sincronicidad por sí misma.

Se encerró en el baño, quemó el sobre con los resultados de la biopsia y arrojó las cenizas al sanitario. Al consumirse, los restos incinerados del examen giraron en dirección contraria a las manecillas del reloj, como lo pronosticara Coriollis para esa latitud del planeta.

Siempre había tenido presente que cuando los hombres y mujeres esquimales sentían que les había llegado la hora, emprendían una caminata sin retorno hacia las profundidades del paisaje congelado.

Se preguntó si en los territorios a donde han quedado confinados los esquimales actuales, habría todavía extensiones suficientes para salir a encontrarse tranquilamente con la muerte. Sin el riesgo de que se interpongan en el camino un oleoducto o un Mc Donald´s.
Lo divirtió fugazmente la idea de un anciano esquimal haciendo una escala técnica en su viaje final, para comerse una hamburguesa y tomarse una Coca Cola. Se preguntó si un esquimal moribundo preferiría una Coca Cola normal o una light.

Pero la certeza de su muerte inminente volvió a ocupar sus pensamientos, a tomar las riendas de sus sensaciones. Durante algunos instantes se produjo un pulso entre su propensión a distraerse imaginando pendejadas y la realidad que lo agobiaba.

¿Qué equivalentes de la desaparición en el hielo le ofrecía a él la ciudad donde vivía? ¿O el campo circundante? ¿Existiría ya en el ciberespacio alguna alternativa para morirse con la frente en alto?

¿Cómo podría él salir al encuentro de la muerte con la misma dignidad con que lo hacían los esquimales?

Decidió dejar esa búsqueda en manos del subconsciente, aunque sabía que el tiempo comenzaba a apremiar. Que tendría que actuar rápido. Que no podía demorarse demasiado.

- “¿Fuiste al laboratorio?”, le preguntó nuevamente la esposa hacia el final de la tarde. “¿Recibiste los exámenes?”
- “Sí”, contestó él. “Ya se los mostré al médico. Dice que no tengo nada”.

BOGOTÁ, JULIO DEL 2001

Este relato forma parte del libro EL UNIVERSO AMARRADO A LA PATA DE LA CAMA de Gustavo Wilches-Chaux, publicado por Villegas Editores - 2004. Disponible en librerías.

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