Nos citamos para el 21 de Junio a las 8
de la tarde en la Gamla Stan, la ciudad vieja de Estocolmo, junto a la estatua
de San Jorge y el dragón.
Ví por primera vez a Björn Gustafson
dos años atrás en Colombia, en La Planada, la reserva natural que tiene la
fundación FES en la vía entre Pasto y Tumaco. Gustafson era un vikingo de
estatura mediana y una camisa caqui de tela de fatiga y de bolsillos grandes y
con tapa, como las que usa el maestro Enrique Buenaventura. De hecho, todo él
-el pelo, la barba, el morral, el cigarrillo apagado colgando del labio
inferior-, le recordaba a uno al maestro Buenaventura. Se encontraba allí
confirmando la localización (o más bien: la no localización) de unas plantas
que a mediados de los años cuarenta habían sido enviadas al Jardín Botánico de
Upsala -el Alma Mater de Linneo- y que el remitente reportaba como colectadas
en la región de La Planada, seguramente para despistar a los nórdicos, porque
Gustafson, que ya había estado antes en Colombia y en la zona, sabía que esas plantas eran endémicas de otra
cordillera.
Gustafson bien podría tener quince o
veinte años más que yo, pero desde el primer momento nació entre los dos lo que
podríamos llamar una vieja amistad a primera vista, como si nos hubiéramos
conocido desde siempre. Seguramente contribuyeron a ello muchas inquietudes
compartidas, entre otras un apasionado interés, en los dos más geométrico que
botánico o entomológico, por los helechos y las telarañas. O su nombre -Björn-
que, según me contó mientras hablábamos junto a los osos de anteojos, en sueco
quiere decir “oso”, y mi certeza interior de que si yo hubiera sido otro animal
habría sido oso de anteojos. En últimas, una cierta complicidad frente a la
vida, y una pequeña lupa de dos lentes que yo heredé junto con el teodolito de
mi abuelo, igual a una que Gustafson cargaba, según dijo, desde sus tiempos de
estudiante, y que en La Planada le servía para auscultar esos detalles de las
plantas que pasan ocultos a los legos.
En fin: cuando dos años después yo
llegué a Suecia llamé a Gustafson (al número de teléfono que me dió en La
Planada) y quedamos de vernos al día siguiente, coincidencialmente el 21 de
Junio, el día del solsticio de verano y del sol de medianoche en las altas latitudes
del norte, a las 8 de la tarde (que no de la noche), en la ciudad vieja de
Estocolmo. Allí estaba, junto a la estatua de San Jorge y el dragón, con la
camisa caqui de bolsillos grandes, como si acabara de salir de La Planada.
Después de varias cervezas y de
recorrer durante casi dos horas decenas de vitrinas con una biodiversidad
exuberante de objetos de vidrio de todas las formas y usos posibles e
imposibles, de todos los colores imaginables y de toda clase de translucencias
y texturas, una biodiversidad equivalente apenas a la de las selvas tropicales,
cuando un sol de diez de la noche pintaba el cielo occidental de la Gamla Stan
como en uno de nuestros atardeceres de verano, Gustafson me llevó a conocer la
Marten Trotzigs Gränd, la calle más angosta de Estocolmo y seguramente la calle
más angosta del mundo. Yo entré a la
Gränd con cierto desagrado y traté de recorrer la calle lo más rápidamente
posible para vencer la claustrofobia, pero Gustafson caminaba adelante y se
detenía a comentarme cada mancha o grieta de los muros, cada detalle minúsculo
de los adoquines y las piedras del piso, de los faroles y las ventanas, de las
bajantes para lluvia, como si durante años los hubiera explorado
minuciosamente, uno por uno, con su lupa de botánico.
Cuando faltaban como tres metros para
salir de lo que para mí era el fondo profundo de un angustioso apretadero,
Gustafson se detuvo nuevamente, comprobó que estuviéramos completamente solos y
se agachó junto a una loza del piso. Con la punta de la navaja, la misma que
también le había visto usar en La Planada, removió una especie de argamasa de
calicanto que fijaba la loza a los adoquines adyacentes y dejó al descubierto
dos argollas de hierro que, pensándolo bién ahora en la distancia, no me
explico cómo podían permanecer ocultas para todos cuantos recorrieran la calle
mirando con un mínimo de atención hacia abajo (seguramente porque la atención
del caminante se fija más en la rendija de cielo que dejan arriba las dos
paredes que bordean la calle). Con el dedo índice asió una de las dos argollas
y me indicó que yo halara de la otra. La loza era la tapa de una bóveda pequeña
y pudimos levantarla sin mayor esfuerzo.
Yo me acordaba de una ilustración de un cuento de Aladino que me leían
cuando niño, en la que un -creo- tio malvado de Aladino, lo obligaba a remover
la tapa de una bóveda en el suelo para robarse un tesoro y después lo encerraba
dentro del mismo agujero. (Tendría que volver a ver el libro o mirar la película
de Aladino para recordar los detalles, pero me acuerdo sí de que el dibujo me
producía mucho miedo).
Gustafson sacó una caja de la bóveda
(curiosamente no recuerdo que tuviera ni polvo ni moho) y luego, sin mi ayuda,
colocó otra vez en su sitio la loza que servía de tapa y moldeó nuevamente la
argamasa para fijarla a los adoquines de los lados y disimular las argollas.
Salimos de la calle por el mismo extremo por donde habíamos entrado y caminamos
hasta el apartamento de Gustafson, en otro recodo oculto de la Gamla, sin decir
palabra.
No pasamos de una pequeña sala, junto a
la puerta de entrada. Nos sentamos en sendas sillas, como de director de cine,
de madera y lona. Gustafson abrió la caja cuidadosamente y sacó un objeto
redondo, como una pelota, envuelto en una especie de gamuza gruesa, amarrado
con tiras delgadas de la misma gamuza. Desató con pericia, uno por uno, los
nudos de las tiras (como si se tratara de un acto rutinario), removió la
envoltura y dejó el objeto al descubierto: una bola de cristal, como del tamaño
de una toronja grande.
Entonces me habló: alargó el brazo
derecho con la bola de cristal en la mano, y la puso a contraluz frente a la
ventana. Los colores del atardecer de media noche comenzaban a perderse entre
las sombras. En el interior de la bola empezaron a aparecer tonalidades verdes
que se fueron poco a poco como condensando en una especie de paisaje cada vez
más reconocible: un bosque de niebla. ¡La Planada!
Gustafson me conversaba como si lo que
estábamos viendo fuera un fenómeno absolutamente normal y cotidiano. Como si me
estuviera mostrando en un computador un nuevo “refrescador de pantalla”. No me
acuerdo de cómo, antes de regalármela, me lo explicó, con qué palabras exáctas,
pero entendí que lo que la bola mostraba eran las imágenes compartidas y
comunes que estaban en nosotros. Que no
era un objeto “de larga vista” ni un dispositivo para adivinar el futuro, sino
una especie de condensador externo de nuestras propias memorias.
El hecho de tener en mi poder un objeto
que mi amigo había tomado de una bóveda en la calle (lo cual a mis ojos le
otorgaba carácter de bien público), producía en mí un cierto sentimiento de
culpa, aunque Gustafson me insistió varias veces que él había sido y era hasta
ese momento el único dueño de la bola. Aunque no me explicó porqué, entonces,
lo guardaba bajo el suelo de la Gränd y no en su casa. Tampoco me quedó claro
cómo la había conseguido, porque sobre eso fue notoriamente evasivo.
La bola de cristal estuvo en mi casa,
en Popayán, hasta el 6 de Junio del 94.
Con el temblor de ese día se abrieron las puertas del armario en donde
la guardaba, y la bola, sin la envoltura de gamuza, cayó al suelo y se rompió
en mil pedazos. Aunque “rompió” y “mil” son cada uno un decir, y también
“pedazos”, pues realmente la bola -cómo explicarlo- se fragmentó en, exáctamente, 49 como canicas
de cristal, cada una con una atmósfera interna diferente y además cambiante.
Unas parece que muestran fragmentos de cielos azules, de atardeceres y de nubes
y tempestades; otras trozos de selvas y de mares; y sospecho yo que algunas
contienen fractales de arrecifes de coral y de fondos oceánicos. Por lo menos
dos deben tener gotas de magma incandescente de las profundidades de La Tierra,
y otro par encierran cristalizaciones de los hielos polares. Hay una que debe
tener adentro quién sabe qué laberinto de refracciones, quién sabe qué nudo
ciego como de fibras ópticas entrelazadas, porque rayo de luz que penetra a su
interior, allí se queda. Yo me he atrevido a pensar, incluso, que se trata de
una metáfora, o inclusive de un fragmento real de un agujero negro de las
profundidades del espacio.
Le he escrito varias veces a Björn
Gustafson, pero el correo me devuelve todas las cartas por “Dirección
Inexistente”. Lo he llamado por teléfono, pero una grabación informa que el
número está errado. He preguntado por él en La Planada, pero curiosamente nadie
lo recuerda. Les he pedido a varios amigos suecos que me ayuden a encontrarlo,
pero Björn Gustafson es un nombre absolutamente común en Estocolmo y hay varias
páginas de sólo Björns Gustafsons en el directorio telefónico.
En Upsala, sin embargo, dicen no tener
registro de ningún botánico con ese nombre.
Popayán, Junio 19 de 1996
Este relato forma parte de mi libro "El Universo Amarrado a la pata de la cama" publicado por Villegas Editores
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