Hoy hace doce años se murió mi mamá. Dos meses antes, por los días en que mataron a Rodrigo Lara, nos habían entregado la ecografía que indicaba que la enfermedad que la afectaba no era una hepatitis, como inicialmente habiamos confiado, sino un cáncer terminal. Con toda la benevolencia de que eran capaces, los médicos nos siguieron la corriente sobre la remotísima posibilidad de que se hubiera cometido algún error, o de que se hubiera cambiado el resultado, y aceptaron repetir el examen.
No quedaba duda: cáncer terminal. Como
ya no teníamos la esperanza del error humano, nos tocaba entonces confiar en un
milagro. Pero eso fue después.
Primero, había que decidir si se le
contaba o no. Mi hermana y yo, desde un principio, fuimos partidarios de que
sí, más por egoismo que por frialdad. Porque para poder hablar con ella sobre
la inminencia de su muerte, con toda la confianza con que uno quiere compartir
las tristezas más hondas del alma con su mamá, ella tenía que saber la verdad.
Yo asumí la responsabilidad de contarle la naturaleza de la enfermedad, pero
pasó algún tiempo antes de que encontrara los eufemismos adecuados.
Después resultó que habían sido
innecesarias todas nuestras cavilaciones y dudas anteriores, porque cuando yo,
en mi ingenua tentativa de llegar al tema por las ramas, le pregunté qué
pasaría si no tuviera una hepatitis sino “algo más grave”, ella me contestó que
desde un primer momento sabía que lo que tenía era cáncer y que nos había
cogido la caña de la hepatitis sólo para no decepcionarnos sobre la eficacia de
nuestra mentira piadosa.
Fue entonces cuando yo comencé a
manejar la hipótesis de que tenía que producirse un milagro, porque lo que
estaba en juego era, nada menos, el prestigio profesional de Dios ante nosotros
como hacedor de milagros.
Pero ella decía que no: que nadie había
nacido para quedarse de muestra. Por el contrario, se sentía plenamente
agradecida con la vida por el amor explícito de toda la gente que la rodeaba,
valga decir, en sus propias palabras, por “el cariño de todo Popayán”.
Nosotros tuvimos dos meses para
otorgarnos con ella, mutuamente, el paz y salvo. Para que no quedara nada sin
decir, ni recomendación sin anotar, ni alegría sin revivir, ni herida -por pequeña
que fuera- sin perdonar. Yo alcancé a escribir una nota sobre ella en EL
LIBERAL, que comenzaba parafraseando a San Francisco de Asis: “El Señor hizo de
ella un instrumento de su paz...” Cuando
comencé a leérsela, se me quebró la voz y no pude seguir. Ella cogió el
periódico y leyó el artículo con voz firme hasta el final.
Mi mamá tuvo tiempo de decidir y de
decir cómo quería que fuera el cajón: de madera cepillada nomás. Se lo hizo en
el taller de ebanistería del SENA el maestro Armando Terán. El maestro Fidel de
los Reyes talló en la misma madera un pequeño sol sonriente que adherimos al
cajón. Sobre la tapa, dos listones delgados en forma de cruz.
La velamos en la sala de la casa del
tío Victor Chaux, a dos pasos del patio de las azaleas. El entierro fue una
tarde de verano, llena de sol. Monseñor Marín (el despachador oficial de todos
los de la familia que se van), nos colmó otra vez con su regalo de amistad.
Sembramos en la tierra el cajón, en un hueco que cavó personalmente don Tulio
Potosí: ella había pedido expresamente no quedar en la pared (para lograr lo cual se necesitaron varias paladas en el
suelo y una para el bolsillo del sepulturero).
Mi mujer, nuestras dos hijas, nuestro
hijo, mi hermana y yo (nuestra otra hija, Olivia, no existía todavía: sólo
nació cuatro años después, el día del cumpleaños de mi mamá), pusimos en el
periódico un aviso agradeciéndoles a quienes habían contribuido a que ella
tuviera una vida feliz y una buena muerte. Porque mi mamá nos dijo,
expresamente, que no le hacía la menor gracia morirse, pero que, ante la falta
de opciones, se moría feliz.
Ella logró hacer de su propia muerte,
un acto supremo de afirmación vital. Para ella misma y para los demás.
Y yo entendí que sí se había producido
el milagro. Que los milagros no consisten en contradecir los procesos de la
vida (de los cuales la muerte es una parte esencial), sino, precisamente, en
poseer la sabiduría para desplegar las velas y dejarse conducir por la
naturaleza intrínseca de cada ser. O, en palabras de mi amigo Miguel Grinberg,
en “fluir, como fluye la luz, sin remordimientos”... En “dejarse atravesar por
las ondas explícitas del Universo”.
El milagro fue adquirir la capacidad de
percibir que los milagros están siempre allí, todos los días y en todas partes,
en lo que parece más obvio y elemental. Que nosotros mismos (incluida nuestra
propia muerte, especialmente si logramos entablar con ella diálogo y amistad),
somos la máxima expresión del milagro de existir.
El prestigio profesional de Dios había quedado
a salvo.
GUSTAVO WILCHES-CHAUX
Publicado en EL LIBERAL de Popayán el 28 de Junio de 1996
2 comentarios:
Doctor Gustavo Wilches Chaux: Me he dejado cautivar por sus textos y sus blogs. Su forma de ver el mundo, de interpretar las realidades hace que le de sentido a todo lo que hago.
Espero no ser imprudente e inoportuna, ni muchos menos atrevida al hacer un comentario para este regalo que nos hizo al escribir sobre su madre.
Mil gracias por compartir con todos un momento tan personal. Gracias por permitirnos entrar en su vida, por hacernos ver que la muerte es solo otro tipo de vida,una vida eterna, sublime, hermosa, siempre que nuestros seres queridos vivan en nuestro corazón y mente.
Lina María Vélez Vera
Lic. en educación básica en Ciencias Naturales y Educación Ambiental
Universidad de Antioquia
Dr. Gustavo, usted tiene más experiencia en el tema y entiendo su punto de vista.
Yo he asumido una suerte de visión cínica que me ayuda a estar tranquilo a haber podido hablar con mi amigo William tranquilamente de la muerte que lo acechaba por una enfermedad terminal.
Hoy solo la rabia del injusto arrebato de la vida de un ser precioso como mi AMARANTA, me duele, de no ser así la asumiría con menos dolor y más cinismo.
Guardo distancias con los infantiles deseos de personas como el CACIQUE, que aspiraba a que la ciencia le prolongara indefinidamente una existencia vacua por el extremo de sensaciones que cotidianmente le debía prodigar su relajada vida.
Un abrazo.
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