sábado, enero 15, 2022

LA NUEVA Y ÚLTIMA ARCA DEL NUEVO Y ULTIMO NOÉ

 En Julio de 1982 (8 meses antes del terremoto de Popayán de 1983) un Jurado compuesto por Jairo Anibal Niño, Fernando Soto Aparicio y Juan Gossain, le otorgó el 1er premio a este relato con el cual participé en un concurso convocado por la Dirección Nacional del SENA con motivo de los 25 años de fundación de la entidad


Pocos meses después de ser expulsado de la Asociación de Alcohólicos Anónimos por subvertir contra los más fundamentales reglamentos de esa organización no gubernamental, mi abuelo adquirió el delirium tremens. Lector infatigable de la Biblia, actividad que solamente interrumpía para dirigirse al Estanco en busca de una botella de brandy, bebida que circulaba profusamente por sus venas, lo más obvio era que el delirium tremens produjera en el padre de mi padre -o de mi madre, la verdad, nunca lo supe ni me interesó- el convencimiento de que él era el mismísimo Noé.

Por eso cuando después de treinta días con sus noches de interminable aguacero, el agua comenzó a penetrar copiosamente bajo la rendija de la puerta de calle, por las goteras que pintaban grandes ojos amarillo-verdosos en el cielorraso, y por las uniones del vidrio con el marco de la ventana, no me sorprendió que mi abuelo me anunciara que, en vista de que el aguacero no parecía con ánimos de detenerse, era necesario iniciar cuanto antes la construcción de un Arca. Me pareció sí, que el viejo estaba alcanzando el climax de su chifladura irreversible.

Del fondo de un baúl, mi abuelo rescató un rollo de papel pergamino añejo, que extendió minuciosamente sobre la cama. A pesar de la edad de los dibujos, se distinguía perfectamente la figura de una embarcación con sus medidas, e instrucciones manuscritas en los márgenes del papel. En total eran ocho los planos, aunque originalmente podrían haber sido unos diez o doce, a juzgar por la cantidad de papel molido y carcoma que quedó en el fondo del baúl, y que no se justificaba solo con las leves mordeduras que contenían los pliegos que el abuelo estudió con gran cuidado, moviendo afirmativamente la cabeza, en silencio absoluto, como recordando algo que tenía perfectamente archivado en su memoria y que simplemente conservaba allí dormido por falta de uso, pero que podría despertar apenas le fuera indispensable.

La orden de iniciar la construcción no se hizo esperar. Bajo la vigilancia del abuelo, resignado comencé a desarmar, con la ayuda de un martillo y una palanca de hierro, uno a uno todos los muebles de madera de nuestro dormitorio. Yo iba acomodando los tablones, las cuñas, los trozos de madera de todos los tamaños, mientras mi abuelo, con el martillo, enderezaba con gran maestría los clavos y puntillas que surgían como resultado del desarme.

Cuando no quedaba con vida sino la cama del viejo, le ayudé a retirar de allí los planos del Arca y a fijarlos con chinches en las paredes, lejos del alcance del agua que anegaba el piso. Al empezar a descuartizar la cama, caí en la cuenta de que llevábamos varias noches sin dormir, y de que el abuelo, en todo ese tiempo, no había tocado su botella de brandy que, llena hasta la mitad, descansaba junto con todos nuestros demás enseres y artículos retirados de los muebles de madera que habíamos reducido a su materia original, sobre los artefactos del baño o dentro de la tina.

El abuelo consideró terminada la primera parte de la obra, una vez que el último clavo quedó derecho. Tablas y trozos de madera de todos los colores, perfectamente clasificados por tamaños, cubrían el piso del cuarto, disputándose el terreno con el agua que seguía fluyendo a pesar de que, con una olla, yo vaciaba el recinto cada hora.

En ese momento me convertí en un simple ayudante del viejo, encargado de suministrarle los trozos de madera o los clavos a medida que los iba necesitando. No volvió a consultar los planos, pese a lo cual la embarcación iba creciendo ante mis ojos sorprendidos, sin que él vacilara siquiera una vez sobre la ubicación de una tabla, o sobre alguna medida.

Y comprendí por qué, cuando antes de iniciar la construcción le anuncié que iría a conseguir un serrucho, el abuelo me insistió que no sería necesario, debido a que las tablas resultantes de mi labor de desbaratar todos y cada uno de los muebles, saldrían con las medidas exactas que él iba a requerir.

El Arca era pequeña. Cabía perfectamente en el dormitorio libre de muebles. De altura no tendría más de cuatro metros, es decir, la distancia del piso al cielorraso de nuestra habitación. El abuelo me ordenó comenzar a demoler el techo con ayuda de la palanca y el martillo. Utilizando el Arca misma como andamio, en pocas horas dejé al descubierto las cañasbravas y posteriormente las teleras y las tejas. El viejo dijo que el Arca debía salir flotando por encima, por lo cual era necesario abrirle paso.

A medida que yo iba retirando las tejas, el agua iba entrando con mayor intensidad al recinto.

El abuelo y yo estábamos totalmente empapados cuando triunfalmente anuncié que la última caña y la última teja habían sido removidas del camino del Arca, que ya flotaba debido a la inundación del dormitorio.

Los objetos que habíamos colocado en el baño, todos nuestros objetos terrenales, formaban una pasta homogénea, un masacote de trapo, papel y óxido joven.

Ya era imposible permanecer sobre el piso de la habitación, pues el agua le daba al cuello. Nos instalamos en el Arca.

La cubierta se comunicaba con el interior del casco mediante una trampa de dos abras, construida con las puertas y las bisagras del que fuera el armario de mi ropa.

El interior del Arca estaba casi seco. Adentro el abuelo había construido una tarima ancha que nos serviría de cama y a todo lo largo de la embarcación, unas bancas similares a las utilizadas en los aviones militares para el transporte de tropas.

Veinte días después de que el abuelo dio la orden de comenzar la construcción del Arca, esta ya flotaba sobre el nivel superior de las paredes de nuestra vivienda. Desde la cubierta se distinguían apenas los techos de las casas vecinas y las antenas de televisión. Los demás habitantes del barrio habían sido evacuados, seguramente en los días en que yo me dedicaba a desbaratar el mobiliario. Fue entonces cuando el abuelo me ordenó permanecer en cubierta, atalayando la proximidad de un helicóptero o de un bote. "Todavía hay algunos lugares no cubiertos por el agua", me dijo. "Le quedan diez días para salir a buscarse una mujer y regresar con ella".

"¿Una mujer?" me pregunté sorprendido. Pero quizá ya había aprendido que de nada valía tratar siquiera averiguar las razones profundas de la terquedad del abuelo. Y entre sumiso y divertido, obedecí.

No fue fácil encontrar una mujer que me gustara, porque en el campamento a donde me trasladó el bote de la Cruz Roja las epidemias abundaban y la desesperación se había apoderado de hombres, niños y mujeres.

Pero la encontré. 0 mejor dicho, creo que ella sabía que yo la buscaba y simplemente salió a mi encuentro apenas yo la tuve cerca.


Hacía doscientos días y doscientas noches que no cesaba de llover. Todos los ríos habían crecido, causando el desbordamiento de lagos y represas, que a su vez se volcaron sobre campos y ciudades, destruyendo a su paso todo vestigio de construcción o de sembrado.

Nos apoderamos de un pequeño bote que flotaba a la deriva y nos enrumbamos hacia el Arca. Mi mujer era hermosa. Si, a pesar de su estado, que no era mejor que el mío ni que el de los pocos sobrevivientes de lo que fuera el campamento, seguía siendo bonita.

Cuando arribamos al Arca, ya habían desaparecido bajo el agua los techos de las casas y las antenas de televisión. Llamé al abuelo pero no hubo respuesta. Subí a cubierta y le ayudé a ella a salir del bote para entrar al Arca. Volví a llamar mientras abría la trampa para bajar al interior de la embarcación. El viejo no estaba adentro tampoco. Subí a cubierta con la esperanza de distinguir algo flotando en el horizonte; con la esperanza sin fundamento de que el viejo hubiera salido del Arca para regresar en cualquier momento. El aguacero arreciaba y tuve que entrar de nuevo al casco.

Ella había puesto a secar su ropa sobre la tarima de madera y se peinaba frente a un espejo. De verdad era una suerte haberla hallado. Me le acerqué por la espalda y la abracé. En el espejo la ví sonreír, Acaricié su pelo, que olía a flores frescas. Ella volteó la cabeza para mirarme y yo quedé entonces directamente frente al espejo. Paralizado. Como si un rayo de hielo me acabara de congelar. El espejo no reflejaba mi cara, sino la cara del abuelo. No la del viejo de quien días antes me había separado para ir en busca de una compañera, sino la del abuelo tal como aparecía en los daguerrotipos de su juventud. La cara del abuelo cuando tenía veinte o veinticinco años. Me cubrí la barba con las dos manos, gesto que el espejo reprodujo. Entonces no era el abuelo joven. Esa cara que el espejo reflejaba, era la mía. Era yo, que no me había vuelto a mirar en un espejo desde el día en que comencé a desarmar los asientos y las camas para construir un Arca. Era yo, pero también era el abuelo.

Subí con ella a cubierta. La embarcación navegaba lentamente, impulsada por el viento.


Comenzaba a oscurecer y nos pareció ver una estrella brillar en algún agujero entre las nubes negras. Una impresión, seguramente, porque aún seguía lloviendo.

Sin embargo, cuando la noche nos cubrió completamente, el aguacero comenzó a tornarse en una persistente y luego más débil llovizna, y varios punticos luminosos comenzaron, poco a poco, a tachonar la oscuridad.

Finalmente, había escampado. Sin el chasqueo de la lluvia sobre el agua, el silencio era absoluto. Hubiera podido jurar que éramos los dos únicos habitantes de la Tierra. 

F I N




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