Su lugar de trabajo era una mezcla de taller de joyero y modelista naval con laboratorio de taxidermista y alquimista. Allí se respiraba una atmósfera amarilla de formol, de gases corporales y de ácidos fumantes que impregnaba las pieles de los animales en proceso de embalsamamiento, y la ropa de Francisco, y el pelo y la piel de los que durante horas nos sumergíamos en ese cuarto, al que se penetraba en medio de árboles y arbustos de una huerta urbana en el tercer patio de una casa enorme, que durante varias generaciones (hasta el terremoto de 1983) estuvo en manos de la familia. Se la había comprado a don Julio Arboleda “el papá” Julio Chaux, bisabuelo de Francisco y tío de mi abuelo, de quien heredé la costubre de decirle “papá Julio” a ese personaje remoto con quien, por supuesto, nunca compartimos el planeta, pero que, sin embargo, siento tan cercano como el resto de “mis tíos”.
Quiero decir, de mis tíos bisabuelos, y de mis bisabuelos materno y paterno, asesinado este último cuando todavía era un hombre joven, y en cuyo daguerrotipo me miré durante varios años como si fuera un espejo.
Esas sesiones oníricas en el laboratorio de Francisco sucedían en la época en que apareció la primera edición de “Cien Años de Soledad” y a los adolescentes de entonces nos pusieron en el Liceo de Popayán la tarea de leerlo, y no había límites discernibles ni en el espacio ni en el tiempo entre el laboratorio de Melquiades y el taller de Francisco, ni entre los pescaditos dorados que fabricaba el Coronel Aureliano Buendía y los pendientes con escarabajos que elaboraba mi primo.
Durante horas mis amigos y yo, que éramos algunos años menores que Francisco, nos extasiábamos viéndo cómo salían de sus manos, con la misma facilidad, el casco en miniatura del Gjoa -el rompehielos en el que explorador noruego Roald Amudsen viajó al Polo Sur- o un gavilán disecado con un ratón en las garras, o un dibujo a plumilla, o una joya de plata. Y así mismo, le rogábamos a nuestro adalid en esas artes semiocultas, que repitiera una y otra vez el experimento que consistía en bañar con ácido sulfúrico una copa con azúcar, lo cual provocaba que de la copa surgiera una defecación sonora, oscura, exhuberante y obscena.
Sí: en ese taller-laboratorio me hice amigo de la muerte, a fuerza de verla allí todos los días, acompañando a Francisco y ayudándolo en su trabajo de artesano alquimista.
Y en esa misma casona vi otras veces la muerte: una, en un cuarto del segundo piso, junto al cuerpo sin vida de Francisco, tendido sobre la cama, con su ropa de siempre, apenas un poco más pálido de lo que era habitualmente. Y otra, años después, en un cuarto diagonal al primero, junto al cuerpo de Julio Pantoja, otro primo que una noche se acostó bueno y sano y amaneció muerto al día siguiente.
Cuando ví el movimiento de los brazos desgonzados de Francisco cuando alguien intentaba acomodar un crucifijo en las largas manos del cadáver, reconocí la manera como echaban la cabeza hacia atrás las aves muertas, todavía calientes, que disecaba mi primo, y que en medio de esa atmósfera amarilla de formoles y ácidos, despedían olor a pólvora fresca y a musgo de cañada. Ví los dedos repitiendo con exactitud el minucioso ritual de taxidermista con que Francisco acomodaba el cuerpo del ratón en las garras del ave.
Allí, junto a Francisco, estaba la muerte acompañándonos, sin gestos triunfales, con la naturalidad ominpresente de siempre.
Desde entonces no hemos dejado de encontrarnos a intervalos irregulares, y algunas veces siento incluso que me respira en la oreja. Nos saludamos con cierta indiferencia, un poco fingida, pienso que de lado y lado. Con el recelo que existe entre quienes se conocen las jugadas mutuamente.La vez siguiente fue junto al cadáver de mi abuelo.
"Casa del Carmen", donde mi abuelo Francisco José Chaux pasó gran parte de su infancia y adolescencia, cuando vino a Popayán a vivir con sus tíos paternos desde Quibdó, su tierra natal.
Continuará
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