No hubiera querido llegar nunca a este capítulo de la historia de mis encuentros y desencuentros con la muerte, que ayer, 4 de Octubre, día de San Francisco de Asis, o sea: de Orula, me jugó una muy mala pasada, así de repente, sin avisar.
Se llevó a Carlos Enrique Bejarano Chaux, que en algún momento, ante mis amigos de Popayán, se presentó como "el tercer mejor primo de Gustavo", respetando prudentemente la jerarquía cronológica de sus dos hermanos mayores, Víctor Manuel y Santiago.
Carlos Enrique era seis años menor que yo, pero en algún momento, cuando yo tenía doce y él seis, lo duplicaba en edad, relación que de alguna manera se mantuvo y que me permitió sentir y ejercer hacia él un amor más que fraternal, casi paternal, especialmente durante el largo tiempo que tuve la fortuna de convivir con él en Popayán. Siempre estuvo ahí, al lado, en los momentos importantes, como cuando juntos acompañamos a bien morir a mi mamá.
¡Sí carajo! La muerte de Carlos Enrique no estaba en las cuentas de nadie. Se murió en el Ecuador, donde vivía hace varios años con Magdalena, su mujer, y con sus dos hijos pequeños, a quienes tengo muchas, muchísimas cosas, que contarles y decirles sobre su papá.
Porque esa es una de las maneras que tenemos para evitar que la muerte se salga con la suya del todo. A punta de carreta vamos a impedir que se lleve lo mejor que el paso de Carlos Enrique por la Tierra nos dejó. (Por la Tierra y por la tierra, porque a pesar de ser muy rolo, la vida había convertido a Carlos en un hombre de campo, de esos que hablan fácil con las plantas y los animales. Posiblemente no fue gratuito que se muriera el día de San Francisco de Asis).
Esa tarea de ganarle a la muerte nos queda a todos cuantos formamos parte de esa enorme red de afectos que solamente pueden tejer personas que, como Carlos -que era una especie de Hobbit corpulento y cercano- asumen la vida mansamente, con sencillez, con valor, sin arrogancia, sin fatuidad.
Hasta ayer este mundo era un poquito mejor. Carlos Enrique era una de esas personas que con su timidez, su calidez, su delicadeza en el trato, su sentido del humor y su generosidad, cotidianamente sacan la cara por la humanidad.
Durante los últimos años -qué: diez o más- casi no nos habíamos vuelto a ver, pero uno se sentía más seguro solamente de saber que andaba por ahí.
Por hoy no escribo más. Que lo demás lo diga ese atardecer de arriba que acabo de fotografiar.
jueves, octubre 05, 2006
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